Reflexión para el VII Domingo de Pascua
Solemnidad de la Ascensión
Por: Manuel de la Puente
Fue su último gesto: mientras se separaba de ellos, los bendecía. Bendición de alcance universal sobre todo lo bueno y hermoso de esta tierra nuestra, sobre todo hombre de buena voluntad al que tiende su mano bendecidora y salvadora.
A los hombres, en el Cristo total, se les llama a la plenitud del amor, consistencia de la misión salvífica de Jesús de Nazaret. Hay que gritar desde las azoteas que el hombre -cada hombre- está bendecido por Dios, y Cristo, al final de los tiempos, completará su obra en cumplimiento de la voluntad del Padre: que todos los hombres se salven, que lleguen a su plenitud también total.
Urge, pues, primero comprender y luego anunciar esta Buena Noticia. Esa es la misión de la Iglesia: abrir los ojos -el corazón- de los hombres para que sepan que Dios les ama. Sería descubrirles qué gran capacidad de amor encierran en sus vidas, por miserables que aparezcan; qué gran riqueza de bondad, acaso contenida en pobres vasijas de barro, les potencia hacia Dios.
Pero sólo el que ha tenido la experiencia del desvivirse de un padre o una madre, en su cuidado, el que ha experimentado la fuerza alentadora del cariño y de la ternura de su progenitor en los momentos de flaqueza y amargura, comprenderá el alcance de la revelación de Jesús: Dios es tu Padre.
La Madre Iglesia tendrá que preparar el corazón del hombre para el ejercicio del amor: el que se recibe y el que se entrega. Igual que una bendita madre, habrá de acercarse al hijo injustamente tratado por la vida y apretar su mano y, aún sin palabras, expresar así su cercanía, su solicitud y su cariño. Quizás no pueda hacer más, pero nunca dejará de estar junto al hijo doliente, con una oración en sus labios -oración no aprendida, sino vivida- y una esperanza en su corazón.
Así la Iglesia será la madre que enseña a amar, a rezar, a esperar. Así la Iglesia aprenderá, cerca del pobre, a ser pobre, olvidando la tentación de los ropajes lujosos y los discursos tópicos y vacíos. Así, con su desvivirse solidario en la cruz de la existencia humana, la misma Iglesia aprenderá la lección de Cristo que lava los pies de los suyos y será servidora del cansado y agobiado.
La Iglesia constituida en bendición de Dios para los hombres, podrá predicar la redención por el amor y decirle al hombre en nombre de Cristo: “Sube, asciende tu también; pasa, bendito de Dios, que tuve hambre y me diste de comer, que arrimaste tu hombro para aliviar la carga de tu hermano. Pasa”.